21 de març 2007

Monumento al Mindundi.

La gente hace y posteriormente dedica monumentos a los soldados desconocidos, a los conocidos (léase Banderas de nuestros padres, cómo ejemplo de lo que hicieron con la banderita yanqui y un puñado de marines), a héroes que murieron por el país, que mataron por el país. A las víctimas de actos terroristas (que, con todos los respetos, los ensalzan a categorías de héroes sin más mérito que estar en el vagón de tren equivocado en el momento más inoportuno), a los terroristas muertos por la lucha de su causa, a los rebeldes que lucharon por la libertad, a los que se enfrentaron a la dictadura de turno, a los dictadores de turno, a los jugadores de fútbol... Es decir, hoy en día (o más bien dicho, desde siempre), se les hace monumentos a todo dios. Y al hijo de dios, ni te cuento. Pero a quien realmente se lo merece, a quien se lo curra cada día, nada de nada. Me refiero al mindundi de a pie.

Que vale que mindundi es una expresión que no sale en el diccionario. Pero todos sabemos a que y quien se refiere esta expresión. Teóricamente, un mindundi es aquella persona mediocre, poca cosa, que se puede esperar poco de ella.
Pero un minundi es más que todo eso. Es quien se come los marrones del día a día sin compasión, es el pinche que acompaña a Ferran Adrià (er milló cuiné der món), es el pobre ibm de las oficinas, el que salta cuando el sargento chilla “corre”, y el que corre cuando el cabo dice “salta”. Recibe por todos lados, se casa, aguanta a su pareja estoicamente (porque no encuentra el punzón ni el matarratas), tiene niños que no quiere y se hipoteca cómo... un mindundi.

Mindundi es aquel que, en medio del fregado, y sin que él haga nada, destaca por encima de todos, pero no justamente por estar por encima, sino por ser diferente sin salirse de la mediocridad. El que va a recibir cuando todos se sublevan y sólo pringa uno. El que oye “Stairway to heaven” y se imagina bajando al infierno. El que se resfría una sola vez en la vida, no tiene pañuelos y, cuando disimuladamente se intenta limpiar la nariz con el dedo, todos lo miran. El que se pasa 2 horas de reloj en la barra de un bar esperando que la camarera se digne a mirarlo para servirle el cubata, el que cuando consigue la bebida pasa alguien (siempre más grande que él) y se lo tira por encima. El que creció a la sombra del más grande mindundi de la historia, Torrebruno. El que estrena camisa blanca el día que toca pasta con salsa de tomate. El que se hace arreglar los pantalones y se los cortan demasiado de las perneras. El que le sudan demasiado los pies incluso en invierno. El que tiene los dedos demasiado finos y le salen disparados sin cesar los anillos a la mínima gesticulación. El que se compra la PlayStation pero nunca pasa del primer nivel del Mario Bros.

Un mindundi es aquel que le pasa todo eso pero en vez de tirarse desde un sexto piso, se siente orgulloso de ser justamente eso, un mindundi en toda la expresión. Y con orgullo dice: soy un mindundi, ¿y que?

Un mindundi es aquel que se identifica con los personajes perdedores e histriónicos de Woody Allen. Pero que a la vez sueña con algún día ser John Wayne en El Álamo.

Porque ser un mindundi en éste mundo de mediocres es todo un acto de soberbia.
Porque ser mindundi en éste mundo de héroes es una proeza.
Porque ser un mindundi, al fin y al cabo, no es nada más que una vocación.
Porque ser un mindundi se merece un reconocimiento, aunque sea en forma de post patatero en un blog estúpido.
Para ellos, todo.

Y por eso, su monumento sólo podían ser unas escaleras que bajan.

P.S: Per a tu, princesa.